martes, 21 de septiembre de 2010

El sentido íntimo de nuestra historia

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ARTES Y LETRAS
18 de septiembre de 2010

ENSAYO En el día del nacimiento de la República:

Escribe Sergio V8llalobos

Durante doscientos años se ha construido una historia que marca nuestro ser nacional y lo proyecta hacia el futuro. Más allá de los hechos concretos, que suelen recordarse en forma corriente, hay grandes tendencias, menos visibles, que han moldeado el ser nacional.



Sergio Villalobos R. Premio Nacional de Historia

Cuando llegaron los días inciertos de 1810, la nación chilena estaba perfectamente conformada. Estaba constituida por una población en su inmensa mayoría mestiza con predominio de los rasgos blancos y poseedora de una cultura, en general uniforme, hasta donde puede serlo en cualquier nación. Ocupaba un territorio claramente señalado entre el río Copiapó y el confín de Chiloé, con el paréntesis débil de La Araucanía.

La sociedad estaba estructurada en los sectores fundamentales que la constituirían hasta el día de hoy: aristocracia, sector medio y bajo pueblo.

Un desenvolvimiento pausado era perceptible hacia 1810. Había habido algún desarrollo en la minería de la plata y del cobre, y el comercio se había intensificado notoriamente. La riqueza pública y privada se habían incrementado y se habían realizado obras públicas de alguna importancia.

Dentro de la sociedad, la aristocracia criolla había afirmado su presencia. Era la principal dueña de la tierra en las cercanías de Santiago, poseía mayorazgos que aseguraban la mantención de sus propiedades dentro de la familia, gozaba de la cultura superior, por más que fuese reducida, colaboraba con los gobernadores y estaba dotada de un gran prestigio y del poder social, que le daba una influencia incontrarrestable. Solamente le faltaba el poder político y ello explica el paso de 1810 y la creación de la Junta de Gobierno, a la sombra de la fidelidad al rey cautivo.

El cambio y el avance en la vida republicana involucró un trauma espiritual: significó la pérdida del "éthos" monárquico, mantenido durante tres siglos y su reemplazo por uno nuevo basado en la soberanía popular, un concepto nuevo que no se sabía bien cómo aplicar. Por esa razón, y con el trasfondo de una gran pobreza acarreada por la lucha, fue difícil transformar el Estado y mantener los gobiernos, en una aparente anarquía.

Durante dos décadas, en parte mediando la lucha armada con las fuerzas realistas, se avanzó difícilmente en la práctica constitucional, el establecimiento de libertades mínimas y las formas de representación popular. Solamente con la dictación de la Constitución de 1833 se tuvo un estatuto sólido y de larga duración.

El afianzamiento de la institucionalidad y la creación definitiva del Estado no se debió al ministro Portales durante el gobierno de José Joaquín Prieto (1831-1841), que sólo gobernó autoritariamente, sino a las presidencias decenales de Manuel Bulnes y Manuel Montt, que le sucedieron, cuando el respeto a la ley y la Constitución fue una realidad.

La virtud republicana


"Muchos personajes desdeñaron el poder, y cuando lo aceptaron lo desempeñaron con gran altura". "La obdicación de O'Higgins", de Manuel Antonio Caro (1875)

El marco jurídico no basta para explicar la vida pública ordenada y el buen proceder de los gobernantes y de los ciudadanos, porque tiene que reinar una moral superior, intangible, que escapa a la ley positiva. Es la virtud republicana.

No es fácil definir el concepto ni pesquisar su existencia en el tráfago de la vida pública; pero se presentan casos que denotan su existencia. En la antigua Grecia y en Roma la "areté" y la "virtus" enfatizaban el buen comportamiento de los ciudadanos en la vida pública, y especialmente de los gobernantes. Debía actuarse con alto sentido moral y honestidad, con altura de miras y por sobre los intereses individuales.

Si en la época colonial los principios de la monarquía habían reglado las conductas, desde que el país alcanzó su emancipación era necesario crear nuevas categorías que hiciesen posible la vida republicana, en que todos debían participar. Los altos dignatarios y la clase política, formados en la cultura clásica y el catolicismo, tenían ejemplos que seguir.

La llamada Constitución Moralista de 1823, debida a don Juan Egaña, abundó en disposiciones éticas para normar la conducta de los ciudadanos y de las autoridades, llegando a establecer un sistema de control y propiciando la dictación de un código moral. Había una confusión entre el derecho público y los dominios de la moral. Por esa y otras razones, resultó inaplicable y prácticamente no entró en vigencia.

Portales, que pese a sus actuaciones tenía algunas ideas acertadas, expresó conceptos claros que apuntaban a la virtud republicana. En carta a un amigo expresaba que "la democracia que tanto pregonan los ilusos es un absurdo en países como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda virtud, como es necesario para establecer una verdadera República... La República es el sistema que hay que adoptar ¿Pero sabe cómo yo la entiendo para estos países? Un gobierno fuerte, centralizado, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y de las virtudes".

La virtud republicana no estuvo sólo en las palabras, sino que fue vida en las conductas públicas. Muchos personajes desdeñaron el poder, y cuando lo aceptaron, a veces a regañadientes, lo desempeñaron con gran altura, mirando únicamente el bien del país. Los ejemplos son numerosos, y pueden escogerse unos cuantos. Antonio Varas, ministro del Interior de Manuel Montt y su más seguro sucesor, renuncia a esa posibilidad porque su nombre podía prolongar las trágicas luchas con la tendencia liberal reformista. Aníbal Pinto, hombre de cultura selecta y espíritu moderado, resistió cuanto pudo la declaración de guerra al Perú y Bolivia, y una vez concluido el conflicto, en que debió manejar millones y millones, abandonó el poder arruinado.

No obstante que el país sostuvo varias guerras y debió mantener fuertes contingentes en tierra y mar, no hubo militarismo. Bulnes bajó de la presidencia para combatir en 1841 el levantamiento del general José María de la Cruz y abrir paso al recién elegido Manuel Montt. Manuel Baquedano, triunfador en la Guerra del Pacífico, reticente al juego político, renuncia a la candidatura a la Presidencia de la República. El almirante Jorge Montt, pieza fundamental en el triunfo de la Revolución de 1891, resiste por tres veces la candidatura a la Presidencia, hasta que es impuesto por unanimidad. Su gobierno fue de gran moderación.

La virtud republicana se empañó al comenzar el siglo XX, cuando la gran riqueza del salitre y la falta de ética de quienes vivían a pleno pulmón la "Belle Époque" dejaron a un lado todas las virtudes. Al mismo tiempo, la irrupción de la clase media y del proletariado marcó nuevas tendencias, luchas ideológicas y partidismos combativos, en que grupos e intereses individuales jugaron y siguen jugando, con abandono de una ética superior.

Hoy día la virtud republicana no se ve por ninguna parte.

La unidad nacional


Cohesión Las costumbres y los símbolos son los mismos en todas partes. "La zamacueca", de Manuel Antonio Caro (1973).

La unidad nacional, sea en el aspecto social como en el cultural, es un rasgo distintivo que ha dado fortaleza al país. Desde muy tempranos años, la unión de los dominadores con los indígenas dio lugar al mestizaje, que forma lejos la gran mayoría. Se inició en la región central y en el Norte Chico, y con paso lento en La Araucanía, donde la lucha de los comienzos perturbó su avance, aunque definitivamente se impuso igual que en todas partes.

No solamente el bajo pueblo fue mestizo, sino también los sectores medios y hasta la aristocracia, porque la mezcla fue muy intensa y la sangre nativa saltó por todos los escalones. También los negros, muy reducidos en número, se incorporaron, y sus rasgos, muy diluidos, se ocultaron en el aspecto físico.

Posteriormente, la llegada de extranjeros, quienes se incorporaron a los estratos superiores, alteraron un poco la uniformidad. Ingleses, franceses y alemanes, que llegaron en número reducido, se colocaron a la cabeza del quehacer económico. Al comienzo marcaron su diferencia con los chilenos, pero luego se mimetizaron hasta integrarse plenamente. Inmigrantes de naciones menos destacadas, como españoles, italianos y árabes, se asimilaron rápidamente al pueblo chileno, identificándose física y culturalmente.

Como es natural, los rasgos físicos se polarizaron en el conjunto de la sociedad, sin que se generasen quiebres ni abismos, existiendo una fluidez que impidió conflictos sociales y su derivación en choques políticos. Desde Arica al Cabo de Hornos, el chileno es uno solo.

En el plano de la cultura también hay una gran unidad. La que trajeron los conquistadores se impuso con facilidad y luego continuó alimentándose por el contacto con Europa y los Estados Unidos, de suerte que el país ha estado inmerso en la cultura cristiana occidental. La lengua, la religión, la ciencia, la técnica y el humanismo han conformado un país moderno.

El aporte de los llamados pueblos originarios ha sido de escaso monto. Sus lenguas prácticamente han desaparecido, igualmente sus técnicas, y sus costumbres no son más que reminiscencias folclóricas con algo de mitos y leyendas. El mestizaje los ha abrazado, se han integrado y no se diferencian mucho del resto de los chilenos. La mayoría vive en las ciudades y aspira a las condiciones comunes de la vida. Es muy legítimo y humano.
La homogeneidad de la población se ha traducido en una gran unidad, evitándose choques y roces que hubiesen perturbado la política. Un sentimiento nacional une a todos, siendo muy grande el cariño por las cosas propias y la conciencia de una tarea común. Las costumbres y los símbolos son los mismos en todas partes. De Arica al Cabo de Hornos, el huaso, la cueca y el copihue tocan el alma de los chilenos.

No se han desarrollado regionalismos, y a lo más han existido rivalidades anecdóticas. Cuando sonó el clarín, todos acudieron al pie del cañón, ansiosos de llevar el estandarte con el nombre de su provincia.

También han sido factores de unidad en todo nuestro tiempo histórico la convivencia y la solidaridad, casi imperceptibles y silenciosas, pero siempre mediando en los encuentros corrientes. Terremotos, maremotos e inundaciones, que de vez en cuando azotan al país, han obligado a preocuparse de los semejantes, sobre todo en los tiempos pasados, cuando no había otras formas de socorro.

En el mismo sentido ha ayudado la vida aislada en las regiones apartadas, donde la existencia depende de los contactos mutuos.

En sentido igualmente eficaz, aunque menos dramático, actuaron la extensión de la familia y el sentido de la amistad, que abrían las puertas del hogar y acercaban a la gente en momentos distendidos o en el regocijo del esparcimiento. Durante decenas de años, los viajeros no tuvieron más refugio que el de una casa amiga, adonde llegaban por amistad o recomendación de algún conocido, y donde eran acogidos con deferencia aunque el tiempo de permanencia fuese largo. Antes del siglo XIX no hubo hoteles, residencias ni nada que se pareciese, y en los campos, después de jornadas de cuarenta o sesenta kilómetros, sólo se encontraba la modesta casa de una hacienda, cuyos habitantes recibían con beneplácito al extraño, entretejiendo lazos de amistad y comprensión.

También operaban el aislamiento del país, separado del mundo por la imponente cordillera, la inmensidad del espacio oceánico, los desiertos casi intransitables y la inclemencia del mar austral. En ese ambiente de encierro se mantuvieron viejas costumbres y una moral conservadora, que sólo las transformaciones modernas han logrado modificar, y no del todo.

El aislamiento provocó avidez por el mundo lejano e interés por acoger al extranjero, siempre recibido con curiosidad y aprecio, lo que ha llevado a decir que tenemos mentalidad de isleños.

La pobreza del país




La pobreza del país, por otra parte, ha sido un factor positivo en nuestra existencia de cinco siglos, aunque parezca desconcertante. El territorio no ha deparado riquezas espectaculares, con la sola excepción del salitre en el período de 1880 a 1930. Todo hubo que obtenerlo con dedicación y una vida austera.

El Estado no dispuso de riquezas extraordinarias y los manejos fiscales tuvieron que ser prudentes, no dando lugar a grandes contratos ni negociaciones que condujesen a la corrupción, al menos en los siglos anteriores al actual. Las líneas estadísticas del gasto y la inversión guardaron un paralelismo notorio con las entradas, fuesen ordinarias o extraordinarias. Los compromisos internos y externos fueron mesurados, y generalmente se respondió de manera adecuada a ellos.

Los sectores aristocráticos tampoco dispusieron de bienes grandiosos que llevasen al derroche y al lujo excesivo, con la excepción relativa de los comienzos del siglo XX. Podría afirmarse que hubo fortunas notorias, pero no fueron desmesuradas en comparación con las de países como Argentina, Perú y México, donde se marcaban desigualdades muy hirientes.

No hubo diferencias abismales entre los sectores sociales, y una relativa cercanía y comprensión contribuyó a suavizar los roces, sin que jamás se llegase a guerras civiles sangrientas motivadas por odios sociales. Ello no quiere decir que circunstancialmente no hubiese episodios lamentables.

La conquista del territorio







Una característica importante de nuestra historia ha sido la conquista del territorio a partir del ámbito estrecho del centro y de la depresión longitudinal, que constituyeron la cuna de una sociedad muy pequeña. Desde allí salieron guerreros y colonos que incorporaron La Araucanía, dominando no sólo a los indígenas, sino salvando el obstáculo de los ríos y las selvas, abriendo campos de cultivos y trazando caminos en medio de la lluvia y el frío. Mineros, aventureros y empresarios se trasladaron a los desiertos del norte, ávidos de riqueza, quienes sufrieron el calor, la sequía y la mezquindad de los alimentos, animados por el espejismo de una mejor situación. Trabajaron las minas, dieron vida a caletas y puertos, y no pocos dejaron sus huesos en los arenales y los senderos.

No fue menos dura la acción de soldados, aventureros y mujeres, quienes lucharon con los enemigos del país y al fin permitieron la ampliación de la soberanía.

Otra tarea de grandes sacrificios fue la ocupación de las tierras magallánicas desde que en 1843 se fundó el fuerte Bulnes. Hubo que desafiar las inclemencias del tiempo, el aislamiento y las penurias por la falta de recursos. Sin embargo, se obstinaron los buscadores de pieles y de un oro muy esquivo, hasta que la ganadería ovejuna aseguró buenos negocios. Luego llegó la ilusión del petróleo.

La ocupación de Aysén tuvo alguna similitud, entre los vericuetos del mar, las montañas y la dificultad de las comunicaciones.

Las tareas efectuadas en aquellas regiones fueron epopeyas tenaces, que embargaron no poco del esfuerzo del pueblo chileno y atrajeron la atención del país, con una permanente admiración y agradecimiento para esas oleadas de pioneros. La literatura se ha complacido en esos temas, pintando la reciedumbre de los hombres en el paisaje bravío de la naturaleza.

Aquellas grandes empresas han consumido parte importante de la energía nacional y han reclamado una fuerte atención, disminuyendo el espacio fácil de las fantasías, los sueños imposibles y las aventuras políticas. Quizás algo de la sobriedad del chileno y de su espíritu práctico encuentran su explicación en las epopeyas vividas en el territorio.
El sentimiento nacional



Enamoramiento No han sido únicamente los acontecimientos bélicos los que han llevado el entusiasmo al pecho de los chilenos, sino también la idea de haber logrado un ordenamiento jurídico y político, un aceptable nivel cultural. "Jura de la Independencia", de fray Pedro Subercaseaux (1945).

El sentimiento nacional, generalmente plácido, pocas veces arrogante y prepotente, ha dado consistencia al espíritu colectivo desde antaño. Ya en la época colonial el chileno creía vivir en el mejor país del mundo y lleno de posibilidades futuras. Había un enamoramiento con la tierra, el paisaje y sus bondades, y existió, además, la conciencia de una historia heroica, que el recuerdo y los cronistas repetían con insistencia.

Obtenida la independencia, el chileno acentuó la confianza en sí mismo, fuese por la lucha en los campos de batalla o porque el futuro le abría la posibilidad de mil reformas. En el plano internacional, las guerras con Perú y Bolivia acentuaron el patriotismo y el orgullo nacional, adquiriendo confianza en el destino de Chile.

Sin embargo, no han sido únicamente los acontecimientos bélicos los que han llevado el entusiasmo al pecho de los chilenos, sino también la idea de haber logrado un ordenamiento jurídico y político, un aceptable nivel cultural y haber realizado un progreso material significativo. Esos han sido factores constantes en los doscientos años del período republicano.

La opinión de los extranjeros, fuesen personajes de renombre o comunes y corrientes, ha respaldado esas opiniones.
El respeto a la institucionalidad, finalmente, ha sido un rasgo de la nación a pesar de fallas temporales.

Pasando revista a todo el acontecer desde 1810, se ve que ha habido caídas momentáneas, que han obedecido a choques ideológicos y no a intereses bastardos ni caudillismos caóticos. No han formado cuadros prolongados y de alguna manera se salió de ellos en forma prudente y de acuerdo con la voluntad generalizada.

Permanentemente el país se ha situado en las formas de convivencia y de orden institucional. Ha sido una historia más bien evolutiva que conflictiva.

Muchos son los motivos que nos enorgullecen al llegar el Bicentenario.

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